lunes, 15 de enero de 2007

2. El Adios de un Gran Amor en la Feria del Fin del Mundo

    ¿Alguna vez oíste hablar de William Golding? Seguro que si. Es un escritor famoso, es el tipo que escribió el señor de las moscas, un libro maravilloso que me dejó fascinado durante meses. Un libro que cuenta como un grupo de niños logra salir victorioso después de atravesar las situaciones más extremas en una isla desierta. La historia rescata los valores humanos de una manera profunda y vigorosa y deja un atisbo de esperanza acerca del destino del hombre (en realidad lo que más me gustó fue cuando mataron a ese imbécil de Piggy aplastándolo con una roca)
Te pregunto si conocés a William Golding porque actualmente estoy viviendo en pareja con su nieta y la verdad es que a veces me gustaría creer que las cosas no van tan mal como parecen. Ya sabés. Engañarme pensando que si estoy con alguien tan cercano a semejante talento es porque algo positivo debe haber heredado de esa persona.
Cuando conocí a Giselle Golding, que así se hacía llamar por aquel entonces y que estaba igual de loca que ahora pero que lo disimulaba mucho mejor, fue el mismo día en que rompí con mi novia Belén, claro que en ese momento yo no sabía con quien me estaba metiendo, así que fue inevitable que el destino me arrojara un balde de mierda encima. Y te digo más: de haberlo sabido habría corrido tan rápido que los talones me habrían dejado unos buenos chichones en la nuca.
    Era una noche bastante calurosa de principios de verano y yo había salido con Belén a dar un paseo por el centro comercial de la ciudad. El cielo estaba limpio y lleno de estrellas y de a ratos soplaba un viento leve y perfumado desde la rivera que nos llenaba el ánimo de beatitud.
Por alguna de esas cuestiones del azar esa noche nos sentíamos a gusto el uno con el otro (habrás visto que con Belén nunca tuve una relación lo que se dice normal) y yo me encontraba sorprendido por lo bien que nos estábamos tratando y por como nos poníamos de acuerdo en casi todas las conversaciones casuales, que son siempre las más peligrosas para los discutidores empedernidos, mal rehabilitados y reincidentes como nosotros.
Caminamos a través de la avenida principal mirando vidrieras y conversando. Belén estaba tan animada que hasta se compró una pollera de oferta; una cosa horrible llena de flores violetas, fucsias y amarillas que parecía ser la máxima expresión del sadomasoquismo visual. Se acercó a mí con expresión juguetona y practicó una elegante media vuelta para lucir su pollera. Por un instante me pareció ver algo nuevo en sus ojitos verdes, algo que se podría definir como alegría. Por supuesto, fui prudente y no me atreví a tirar la primera piedra.
    -Te queda muy bien -dije, horrorizado.
   -¡Ah!¿De verdad?¿Te gusta?¿No me lo decís por compromiso?
   -No. En serio, me gusta. Deberías dejártela puesta.
Atravesamos el boulevard abrazados, mirando sonrientes a otras parejas que paseaban.
Belén no paraba de hablar y yo asentía, tenía la agradable sensación de que todo empezaría a marchar mejor. Pensaba, siempre dentro de la perruna simpleza de mi lógica, que si manteníamos aquella frecuencia, todos nuestros problemas se solucionarían.
Cerca de medianoche cenamos en “Le Petit Mer”, un viejo restauran francés en donde servían unas pastas excelentes y el ambiente era tranquilo y familiar. Recuerdo que pedimos vino importado que nos salió una fortuna y que resultó sospechosamente parecido al especial de la casa, y recuerdo también que esa noche nos reímos mucho, cosa anómala para nosotros. Repasamos de buen humor anécdotas que en otra época habían causado terribles peleas y que siempre habían enfrentado nuestros puntos de vista hasta lo irreconciliable.
Fue notable, además, el hecho de que no surgieran discrepancias durante toda la cena (escenario de guerra por excelencia) pero ésta era una noche especial y nuestras diferencias parecían ser parte del pasado. Tal vez la comprensiva Afrodita se había apiadado de nosotros, y nos había bendecido con una nueva etapa de calma y entendimiento.
Antes de volver a casa, compramos helado y caminamos hasta la plaza de los artesanos a ver un espectáculo de malabaristas, todo parecía estar en orden, pero entonces Belén empezó a bromear acerca de una mancha de salsa que tenía en la camisa, y sin darse cuenta desató la tragedia.
    -¿Ariel?
    -¿Mmmh?-Belén tenía una mirada travieza que me hizo pensar en lo hermosa que era sin sus habituales rasgos de amargura.
    -Tenés una mancha de tuco en la camisa.
    -¿Que?¿Adonde?
    -Ahí, abajo del cuello. Una mancha de tuco.
    -¿Se nota mucho?
    -Y si... se nota.
    -La puta madre, mi camisa nueva.
    -Ahora ya está ¡Dejá de refregarte que va a ser peor!
    -¡Justo la camisa nueva tenía que ser!
    -¡No te refriegues!
    -¡Y para colmo una camisa blanca! -aunque no se trataba solo de la camisa, de golpe me había caído encima la certeza de que aquella inmaculada salida había quedado manchada por una gota de tuco.
Belén me estudiaba con atención, de pronto pareció que iba a romper a llorar, tomó aliento y para mi sorpresa, largó una carcajada.
    -¿De qué carajo te reís, Belén?-Inquirì ofendido.
    -Nada… de nada.
    -¿Te causa mucha gracia?.
    -¡Aajjj -ja-jja-jjjaaajaa!
    -¿Te estás riendo de mi?
    -¡Te digo que no!
    -¡Te burlás de mí!-
Belén me pellizcó una mejilla como solía hacer la tía Norma cuando era chico.
    -Bueno, si. Un poquito. Es que te pusiste tan serio, y fijate que a pesar  de ser un ridículo haciendo esos pucheros, te las arreglás para que la mancha de tuco te siga quedando bien.
    -¿Ah si? -me pareció que mi irritación cedía paso a una media sonrisa.
    -Claro que si, mi Amor. Además es una hermosa mancha de tuco que hace juego con tu cicatriz.
Presa de un estúpido impulso juguetón, intenté pagar con la misma moneda a las bromas de mi novia. De repente, mi helado de vainilla y crema del cielo se estrelló contra su carita de felicidad.
    -Bueno¿quien parece ridículo ahora?¡Pero por Dios, ahora me doy cuenta, tu espeluznante pollera de colores te conbina bien con la crema del cielo! ¿O eso que te chorrea por la nariz es otra cosa, no me vas a decir que te resfriaste en una noche tan calurosa?
Belén permaneció con la cabeza inclinada, no hizo ningún intento de limpiarse la crema que le cubría los ojos. Su silencio me sugirió que tal vez me había excedido un poco. En el horizonte de mis expectativas el cielo se fue oscureciendo con nubes cargadas de sapos y murciélagos.
    -Perdoname, creo que me pasé de la raya -dije.
Belén no se movió ni un milímetro. Parecía estar usando toda su concentración para convertirse en un acumulador de resentimiento en fase crítica.
    -Amor, dejame que te limpie esa porquería, soy un tonto, pensé que no te iba a moles...
    -¡NO ME TOQUES INFELIZ DE MIERDA, NO TE ATREVAS A PONERME UN DEDO ENCIMA!-Belén se levantó furiosa y echó a correr con mi helado nublándole la visión.
Como en una comedia de Hollywood en donde las cosas nunca salen mal a medias sino que van empeorando hasta límites irreales, vi que Belén se dirigía directamente hacia un lanzallamas que estaba haciendo su número ante un grupo de niños. En el último segundo pareció que el tipo la había visto venir, pero probablemente fue demasiado tarde para que hiciera una maniobra evasiva. Belén envistió al lanzallamas en el preciso instante en que éste escupía una bocanada de fuego. Mas tarde me pareció que los espectadores habían soltado al unísono ese ¡OHHHH! de admiración tan propio de los estadios de fútbol. La bola de llamas flotó en el centro de la plaza como si fuera el sol más pequeño del mundo y cayó encima de un payaso que hacía morisquetas sobre zancos a dos metros de distancia.
(¿Alguna vez te detuviste a pensar en cuantos microsegundos puede arder la indumentaria de un payaso?)
Cuando el pobre diablo se dio cuenta de lo que estaba sucediendo comenzó a gritar y a tirar manotazos en todas direcciones con el sombrerito bombin y la peluca multicolor chisporroteando en luminosos destellos amarillo anaranjados. Su ropa se fue transformando en una masa fundida de muzarella ardiente, al tiempo que un fuerte olor a carne quemada y plástico comenzó a eclipsar la mezcla de garrapiñadas y otras fragancias típicas de la feria.
    -¡QUE ALGUIEN ME AYUDE! ¡POR EL AMOR DE DIOS!- gritó, con un interesante falsete. Pero nadie parecía dispuesto a socorrerlo, la gente se había quedado de piedra y lo miraba con incredulidad.
En determinado momento, al ver que el payaso había empezado a correr en círculos alrededor de un busto de Alfonsina Storni, sentí que no podía soportarlo. Me abrí paso hasta un puesto de ropas autóctonas y manoteé un poncho de lana de oveja. Volví corriendo con la idea de envolverlo y sofocar las llamas, pero al acercarme a él me di cuenta de que despedía demasiado calor, así que lo que hice fue pegarle ponchazos desde cierta distancia como quien sacude una colcha contra un poste. Por desgracia la maniobra no hizo más que empeorar las cosas. El fuego se propagó hasta cubrirlo por completo como a esos dobles de riesgo del cine catástrofe. El payaso caminó dos o tres pasos hacia delante pero luego retrocedió tambaleándose. Cuando al final se detuvo, parecía perplejo. Era como si se preguntara “¿y ahora como sigue?”.
Sentì pena por èl. Verlo ahí parado, erguido sobre los zancos humeantes era como ver la parodia perfecta de un copo de nieve gigante flambeado.
Algunos chicos lo aplaudieron con entusiasmo, pero el payaso lejos de agradecer, pegó un último grito de despedida y frente a la estupefacción de todos, se desplomó sobre una tienda que rezaba: Se cargan encendedores a bencina.

Corrí lo más rápido que pude.
Primero fue una luz blanca, y nadie entendió demasiado de que se trataba. Después vino la explosión. Un ensordecedor BLOOOM que lastimó los tímpanos de toda la ciudad. La onda expansiva me arrojó de cabeza contra unos arbustos y me pareció prudente quedarme ahí hasta que la lluvia de fuego amainara un poco.
La gente corría y gritaba, domingueros panzones y artesanos hippies con la misma mueca de terror en el rostro, algunos se chocaban entre sí, otros tropezaban y caían al piso donde eran pisoteados por la estampida ciega que pugnaba por escapar.
La feria entera comenzó a arder, convirtiéndose en una ciclópea pesadilla artesanal que atravesaba la plaza en mortales laberintos.
Presa de un pánico indescriptible, doblado en dos por las arcadas que me producía el collage de sahumerios y carne asada, me adentré en la humareda y busqué a Belén para pedirle perdón por lo del helado.
No sé cuantas veces recorrí esos pasillos en llamas, pocas personas quedaban ya entre las tiendas. Vi a dos turistas orientales que intentaban comunicarse por señas con un muñeco de la rana René, uno de ellos no dejaba de comentar que en su país "las lanas no clecían tan glandes". Pasé de largo sin prestarles más atención. Un humo negro me impedía respirar. Cada vez más encorvado, retrocedí sin esperanzas de encontrar a Belén. Había recorrido la mitad del camino cuando al doblar a la derecha, en uno de los pasillos se me vino encima un toldo de lona. Caí vencido por el peso y me golpeé la cabeza contra un cantero de cemento. Sentí que me desvanecía, que me hundía en un pozo húmedo que giraba en espiral al ritmo de un viejo tema de León Gieco. Antes de dejarme llevar por la muerte, se me cruzó la imagen de Cortazarzas encerrado en el departamento, llorando de hambre, rasguñando la puerta y preguntándose que podría haberme enojado tanto como para dejarlo abandonado de una manera tan cruel.
Estaba en eso cuando una fuerza desconocida levantó la lona que me aplastaba y comenzó a tironearme de la ropa, noté que me alzaban en vilo y que me llevaban en andas a través del infierno.
Dos veces a la izquierda, una a la derecha, y otras dos a la izquierda.
Pocos metros antes de salir a la noche fresca, cerré los ojos y me hundí en un profundo sueño. Y mi sueño estuvo lleno de manchas de tuco, helados de crema y payasos inmolados al estilo bonzo.


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